Susurros

Oía sus voces. Eran susurros que podrían escucharse a kilómetros de distancia, pero sonaban solamente en su cabeza. La cabeza le daba vueltas y vueltas, y golpeaba las paredes con sus puños. Arrancó varios posters de la pared, los desgarró y los tiró al suelo con agresividad. Se tiró encima de la cama, sobre el duro colchón y la blanda almohada, la cual golpeó sin descanso y sin piedad, y las lágrimas brotaron de sus ojos y mancharon su tela, y también lo hizo la sangre de sus puños. Volvió a levantarse cuando los susurros cesaron. Se sentó entonces sobre el sillón con ruedas y reposó su cabeza sobre sus dos manos, con los codos apoyados en la mesa. Quiso cerrar los ojos y descansar la mente, pero las voces volvían a él y los cerró con odio, y sus puños, y se arañó la cara hasta dejar marca. Maldijo su existencia ya maldita y volvió a usar su fuerza, descargó su furia ahora contra la mesa. La rompió, y la grieta aún perdura. Enchufó acto seguido los altavoces y puso música a todo volumen para silenciar los susurros de su cabeza. Quería que le reventaran los tímpanos, quedarse sordo si no lograba desmayarse al final, pues comenzó a golpearse la cabeza contra la pared que tenía justo enfrente. El suelo y las paredes vibraban, pero las voces no cesaban, seguían diciéndose cosas bonitas al oído, proclamaban su amor entre ellos y empezaban a sudar. Cuando se dio cuenta de que la música no le ayudaba, abrió la puerta de un golpe y salió de su habitación. Fue directo al mueble donde guardaban las bebidas, y empezó a beber todo aquello que veía, sin importarle qué. Y comenzó a dar vueltas por el salón, dando manotazos a las sillas y a una de las mesas, propiciando patadas a los sofás, lanzando las macetas y las figuritas de porcelana a las paredes y el suelo, hasta que cayó rendido en el sofá más grande. Y allí mismo vomitó. Su preocupación por las voces cesaron por momentos, justo los que duraron su visita al cuarto de baño, pues cuando hubo levantado la cabeza y se miró al espejo, detrás suyo los vio. Ya no hablaban. Sus cuerpos estaban juntos, se rozaban con la ayuda de las manos, que apretaban con firmeza, y el uno sobre el otro allí expresaban su amor. Gemían. Y no pudo evitar quedarse mirando, contemplando aquel espectáculo tan puro y hermoso, sus cuerpos, su melena en la cara, su piel brillante por el sudor y ese movimiento de vaivén, y su cuello loco, y toda la ternura y toda la pasión que desprendían los dos. Y se derrumbó, cerró los ojos y agachó la cabeza. Cuando los volvió a abrir, había salido de aquel lugar y se encontraba en un gran hermoso jardín, lleno de flores y hierba, de la buena, de la suave, verde y fresca. Miró a su alrededor y allí no había nada más, ni nadie más. De pronto escuchó una voz dulce y lejana. Le llamaba. Dio media vuelta y a lo lejos vio su figura. Seguía llamándole, con más entusiasmo cada vez. Y con cada paso parecía que danzaba sobre aquellas hermosas flores. No pudo evitar sonreír, y extendió sus brazos para abrazar su cuerpo, pero cuando llegó no fue correspondido. Simplemente sonrió y dijo de nuevo, y por última vez, su nombre. Y desapareció, y todas las flores y toda la hierba verde y fresca, y sus ojos se apagaron, su sonrisa se borró. Cuando despertó volvía a estar en su habitación, tirado en una esquina donde el polvo solía almacenarse, sucio y dolorido, encogido en sí mismo, cogido de sus rodillas, entre las cuales tenía su cabeza. La boca le sabía a vómito y alcohol, y no muy lejos escuchaba algo familiar. Levantó la mirada para comprobar qué era, y en su cama los encontró. Ambos cuerpos seguían danzando entre sudor, y los gemidos le ensordecieron para siempre.

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