Obsesionado

Lo descubrió. Lo supo desde su decimosexto cumpleaños. Lo deseó justo antes de soplar las dos velas que se consumían en el centro de aquel pastel casero, recubierto de nata y caramelo. "Que el mundo se detenga", pensó con los ojos cerrados, aspirando el aroma del humo que producía el consumir de la cera; y después sopló, pero ninguna vela se apagó, pero tampoco se derretían, consumidas por un fuego que no avanzaba, que permanecía inmóvil. No corría ni una sola brisa de aire a su alrededor, ni respiraban sus familiares. Su hermana miraba fijamente la tarta mientras se preparaba para aplaudir, su hermano parecía distraído, el flash de la cámara de fotos de su padre se retrasaba y su madre, sonriendo, sostenía el cuchillo en una mano. Los pájaros dejaron de cantar, el telediario dejó de dar las noticias, una gota de cera flotaba por encima de la superficie de caramelo, a punto de estrellarse. Nada se movía, ni siquiera la sangre a través de las venas. El mundo se detuvo ante sus ojos, y no pudo hacer otra cosa que sonreír. Cuando hubo pensado en cómo volver a la normalidad, todo había comenzado a cobrar vida de nuevo, y sopló las velas sin problemas, esta vez para apagarlas.

Al principio fue muy divertido: ganaba en todos los juegos de mesa, le bajaba los pantalones a sus profesores, los maquillaba como a pendonas, les cambiaba el café por Whisky, les colocaba chinchetas en las sillas, a veces a toda la clase a la vez, incluso a sí mismo, metía dedos en narices, en orejas, en bocas, en ese orden, a veces en bocas ajenas, quitaba bocadillos de las manos, cambiaba la comida del vegetariano por carne, destapaba a las que llevaban burka, colocaba a gente que corría justo delante de una pared, hacía que los hombres metieran mano a las mujeres, y viceversa, espiaba a las chicas mientras se cambiaban después de las clases en el gimnasio, experimentaba con sus cuerpos, le pegaba una bofetada a más de uno que se lo merecía, los tiraba al barro, les mojaba los pantalones cual meado, le pintaba las gafas de colores fluorescentes a los empollones, cambiaba las horas de los relojes, y hacía muchas otras cosas que cualquier otro jovenzuelo podría desear, y más.

Después fue cambiando. Se dio cuenta de que podía hacer grandes cosas. Robó a niños, a señoras, a hombres de traje, los dejaba secos, bancos más tarde... Hasta que se dio cuenta de que podía ser buena persona aún con un "poder" a priori de malvados, así que aprendió a controlar en cierto modo su manía de detener el tiempo para tonterías y comenzó a usarlo como lo haría un superhéroe: ayudaba a las viejecitas a cruzar, salvaba de los matones a los desvalidos, prevenía accidentes, detenía ladrones que huían, desalojaba casas en llamas, le quitaba las armas a los delincuentes, y todas esas cosas que hacen los superhéroes, pero no más. Y se dio cuenta de una nueva cosa, así que decidió no usar su bendición durante un tiempo.

Se centró y fue a la universidad. Parecía bastante más mayor que los demás estudiantes, a pesar de tener la misma edad. Y es que se había dado cuenta de esa cosa precisamente, ya que el tiempo nunca se detenía para él. Tal vez el universo dejara de expandirse, pero su corazón seguía latiendo y su cuerpo se deterioraba cada vez más. Pero no le importaba, lo usaba para ligar. "Pareces mayor", le decían, "suelen decírmelo mucho jejeje", contestaba él como quien se memoriza un discurso. Sólo quería tener la vida que toda persona deseaba tener, y ya tenía los pluses. Sólo necesitaba una cosa más, y allí estaba seguro de que lo encontraría. Y lo hizo, unos años más tarde, en su propia facultad. Una chica morena, de larga melena, que reía a cada instante, cuyos ojos marrones le seducían a diario, con esa voz tan dulce, y la piel tan fina y fría como el césped al amanecer, cuando el rocío empapa nuestros pulmones y los cálidos rayos del sol nos buscan con su tacto, y nos quema, nos arde la piel, acelera nuestros corazones y nos hace ser impulsivos, fuertes, como ella le hacía sentir. Se enamoró intensamente. Pero no le correspondía. A decir verdad, ella ni siquiera le conocía lo suficiente.

Muchas veces fueron las que se preguntó de qué le servía tener la capacidad de pausar la vida, si no podía seguirla junto a ella. El amor le mataba poco a poco, como nos mata a muchos, envolviéndonos en nuestra propia fragancia de locura. Pero no se iba a rendir. Si ella le rechazaba una vez, él la amaba el doble; si ella huía, él la seguía; si ella se hacía la sorda, él gritaba hasta quedarse afónico; si ella le insultaba, él se hacía el sordo; si ella tiraba sus flores, plantaba un jardín en su casa; si ella lloraba, él le tendía un pañuelo, y ella se lo cogía; si ella le pegaba, él le vendaba las manos; si ella le tachaba de obsesionado, él recitaba el poema de cualquier poeta obsesionado; si ella no hacía nada, él tan sólo la observaba y detenía el tiempo como quien hace una foto; y cuando ella se relacionaba con otros hombres, él detenía el tiempo y los hacía desaparecer. Y un día, despareció.

En su trigésimo primer cumpleaños, sólo en su casa, sopló de nuevo unas velas que le resultaron familiares. ¿Cuántos años debía tener? Había pausado el tiempo cientos de veces cada vez que creía saber dónde estaba ella, qué viajes hacía, con quien se casaba, con quién tenía hijos, qué hijos se morían, qué maridos se suicidaban, cuán sola estaba en su cama, con los ojos vidriosos... Es como si lo soñara, como si lo supiera, como un déjà vu, pero sin fin. Se miraba al espejo y ya no se veía, no era él. Su yo más profundo murió cuando ella desapareció, sin dejar ninguna pista, ningún rastro. Corrió a todas las ciudades donde tenía familia, usó todos los teléfonos de todas sus amistades, revisó todos los pasajeros de todos los vuelos, y lo hizo todo, todo lo que un obseso podría llegar a hacer. Pero no se dio cuenta. No lo era para él. Las arrugas del rostro le decían lo que él no quería escuchar. Debía ser cualquier otra cosa menos esa. ¿Ella estaría tan vieja como él? ¿Podría llegar a invertir el tiempo? Y tras pensar en su deseo, inició de nuevo el curso de la vida, y volvió a soplar las velas, pero esta vez para apagarlas.

Cuando despertó al día siguiente, supo qué debía hacer. De cara al reloj de la estación, en la esquina donde había una vieja tienda de chucherías y otras cosas varias para niños, y no tan niños, esperó durante horas. Contempló a la gente que pasaba y no hacía más que eso, pasar de largo, ser olvidada a cada instante por alguien nuevo. Pensó que los diferentes siempre son recordados más tiempo, y que valía la pena no ser como los demás. Y él no era como los demás, eso lo sabía perfectamente, pero no los demás. Ellos veían a un hombre de mirada joven, pero con el cuerpo desgastado, quieto, mirando el reloj, esperando algo o a alguien, sin inmutarse. Supuso que pensarían que era uno de esos ancianos que habían estado en la guerra y volvían incapaces de vivir en una sociedad que existía a costa de su esfuerzo, dolor y sufrimiento, de los que quedaban traumatizados, mirando el reloj, esperando a recibir órdenes. Le gustaba que pudieran pensar cosas así de él. Y perdió la noción del tiempo, hasta que anocheció, y allí al fondo, bajando las escaleras de la moderna estación la vio al fin. Diría que se quedó inmóvil, pero eso ya lo hacía, aunque sí bajó la mirada, y pestañeó. Sintió todas aquellas cosquillas que le recorren a un adolescente enamorado, y que había olvidado hacía mucho tiempo. Fue una sensación agradable. Las manos le temblaban, las piernas no le obedecían, el corazón latía cada vez más fuerte, y ella se acercaba, a paso firme, ágil, suave. Fue a cruzar la calle, iba algo distraída, cantando una de las canciones que llevaba en el MP3 con los auriculares, y entonces le vio, abrió los ojos muchísimo, el corazón debía latirle aún más que a él, que la miraba fijamente, sonriendo ahora, y se preguntaba qué podía esperar aquel hombre que tanto le había acosado cuando eran más jóvenes, y que le había obligado a abandonar la ciudad y huir, qué esperaba de ella. Aterrorizada, se dio la vuelta cuando ya casi había terminado de cruzar la carretera, decidida a volver a huir, pues no quería saber nada de aquella vida amarga. Él no supo cómo reaccionar. Elevó un brazo horizontalmente y le gritó que por favor esperara, pero ella no le quiso ni escuchar, o no le dio tiempo. El sonido de la fricción de las ruedas de un vehículo contra el asfalto se oyó a manzanas de distancia.

¿Invertir el tiempo? ¿Regresar al pasado? No, no quería eso. ¿Qué podía hacer él si el corazón de aquella mujer no estaba destinado a pertenecerle? Tal vez era algo físico, o hubiera otra persona. Además no sabría qué hacer, pues no recordaba haber hecho nada malo, nada que no quisiera realmente. No, no se arrepentía, ni quería una falsa segunda oportunidad. Sólo quería estar con ella. Veía a las personas de su edad por la calle y se imaginaba a la mujer que amaba igual de joven, tan hermosa como lo era y como seguro que lo seguiría siendo. En efecto lo comprobó, mientras cruzaba la calle y le miró pudo ver que el tiempo no había hecho mella en ella, que seguía siendo la mujer preciosa que había sido siempre. Se recordó a sí mismo pensando que quería verla envejecer a su lado, y no verla un día, muchos años después, sin poder recordar su belleza jovial, o ni siquiera volver a hacerlo. Y sabía que le ocurriría. Por eso pidió un último deseo antes de soplar las velas. ¿Parar el tiempo una sola vez más a cambio de encontrarla a ella? Parecía un trato justo. Desde luego lo fue, cuando la vio correr.

Lloró desconsolado durante unos minutos, con las rodillas clavadas en el suelo. ¿Cómo podía seguir odiándola? Había esperado aquella reacción, pero tenía planes mejores, todo el mundo los tiene. Volvió a ponerse de pie, alzó la cabeza y contempló el reloj que había observado durante horas aquel largo día y sus agujas, que habían dejado de moverse. La gente que paseaba tranquilamente por la acera parecían querer girar sus cuellos hacia el coche que frenaba tan repentinamente. Algunos ya veían lo que ocurría y hacían ademán de gritar, extendiendo los brazos, dejando caer todas sus bolsas al suelo, aunque nunca llegaran a hacerlo. Y allí en medio de la carretera, entre los dos semáforos que indicaban la correcta luz roja que prohibía tantas veces avanzar por el camino a los peatones, se encontraba ella, encogida por el miedo a morir que debió sentir en el instante en el que vio aquel vehículo avanzando hacia su posición. Y avanzó hacia ella, lentamente, pensado cada paso que daba. ¿Qué haría, restablecer el curso de la vida y no poder detenerlo nunca más, obligándose a una condena que duraría el resto de su vida al no poder ser jamás correspondido? La contempló. La contempló durante horas, días e incluso semanas, y no se cansaba de hacerlo. Así que tomó una decisión.

Y allí, en una casa que habitó para los dos, la casa perfecta, con su jardín lleno de flores, sus perros, los niños jugueteando en la piscina de atrás, el cartero deseando los buenos días cada mañana, con aquel sol que se oteaba en el horizonte, apunto de esconderse, pero que nunca lo hacía, describiendo la puesta de sol más maravillosa que cualquier ser pudiera jamás imaginar, dentro del salón, mientras el fuego vivo dejaba de arder vivamente en la estufa, sillón frente a sillón, cara a cara, él siguió contemplando su rostro. Pasaron años, y más años. Llegó a formar parte de la vida que se había detenido él mismo, olvidó incluso a cerrar los ojos, a moverse. Se iba haciendo cada vez más viejo, más débil, pero no le importaba, pues sólo pensaba en ella, y en la vida tan perfecta que tenía a su lado, sonriendo día y noche, como ella le sonreía a él, viendo como jamás envejecía, lo que siempre quiso ver. Y fue entonces cuando lo entendió todo, cuando supo que ella tenía razón: estaba obsesionado. En ese mismo instante, su corazón se detuvo, y no pudo restaurar el tiempo. En aquel preciso instante, y para el resto, aquel hombre permaneció inmóvil como todo lo demás, todos los seres vivos inertes y todas las demás cosas del mundo, mirando fijamente a la mujer de la que tanto había estado obsesionado, en un planeta que dejó de dar vueltas para siempre.

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