El deseo


Él, como muchas otras personas, siempre había pensado que los deseos eran cosa de niños. De hecho, sólo cuando lo era deseaba algo que en ese momento le apetecía, y lo hacía cada vez que la hora y los minutos coincidían, o incluso cuando el número era capicúa, cada vez que vislumbraba una estrella fugaz y cada vez que se encontraba con una pestaña en uno de sus dedos. Luego cambió sus deseos a unos más juveniles, o que simplemente había querido siempre, como amor, dinero y salud. Lo típico. Conformo fue pasando el tiempo dejó de pedir deseos, dejó de tener las ilusiones colgando de ilusiones y las enganchó a la realidad, al día a día, a la lucha que debía llevar a cabo para que se hicieran realidad. Pero algo le hizo cambiar de opinión un día.

Era verano. Uno de sus hijos dibujaba felizmente en su escritorio en una gran hoja de papel una casa con jardín, una piscina y una caseta junto a un gran árbol, y allí de pie, en el centro, cuatro personitas sonrientes y cogidas de la mano. Cuando se acercó a ver aquello, pudo leer en una esquina "Ojalá mamá vuelva a ser la de antes". Ella tuvo un accidente. Nunca le había gustado conducir, pero era necesario, pues vivían muy lejos del pueblo. No volvió a caminar después de aquel día, ni a pensar con claridad. Pasaba las tardes tumbada en su hamaca, contemplando al perro, que a veces corría persiguiendo mariposas y otras veces jugaba con el mayor. Él ya trabajaba. Iba casa por casa, puerta por puerta vendiendo Dios sabe qué... Nunca llegaba a casa muy contento, y sólo el perro podía sacarle una sonrisa. Tenía una novia que hacía lo mismo, pero nada salió del todo bien. En ese momento se encontraba fuera, y ni siquiera parecía importarle dónde. Al fin y al cabo ya era mayor... Y se fue a nadar. Solía hacerlo. Le ayudaba con los problemas de espalda y a relajarse. Y fue allí, de espaldas al cielo y con la cabeza debajo del agua. Aguantaba la respiración. A veces competía consigo mismo para ver si podía aguantar cada vez más tiempo sin respirar, eso le divertía. Abrió los ojos y vio el fondo de la piscina, el delfín grabado en él y pensó que aguantaría tanto como él. Y lo intentó. Pudo sentir como empezaba a dolerle el pecho, como presionaba su cuerpo buscando un oxígeno que no llegaba, como dejaba de latir paulatinamente su corazón, la debilidad en su cuerpo, el sabor a muerte y oscuridad, y justo en ese instante recordó cuando era niño y pedía deseos a cada instante como hacía ahora su hijo sobre el papel, y pidió un deseo. Después todo se tornó oscuro.

Despertó sobre una cama, un mueble viejo, porque olía a viejo, a viejo y a algo más, algo que no sabía identificar aunque le resultaba muy familiar. Era el olor de la marihuana. En un primer instante su reacción fue de sorpresa, ¿qué hacía en aquella habitación tan antigua y extraña? De la pared colgaba un cuadro de algún santo que no supo reconocer, y pendía hacia delante como si alguien lo quisiera ver justo antes de cerrar los ojos para dormir. En la pared del fondo, Jesucristo crucificado. Siempre había pensado que era desagradable ver aquella estampa. Pero lo que más le causó impresión fue ver a su amigo, pero no a su compañero de trabajo ni a su vecino, ni al doctor ni al psicólogo, ni si quiera a su suegro con el puro en la boca del cual fumaba a cada minuto, sino a su amigo de la infancia. Con él fue al colegio, al instituto, a la universidad, y después montó un negocio, y cuando quebró dejaron de verse. Pero no entendió qué hacía allí, y lo que más le extrañaba, porqué lucía un rostro tan jovial... "¡Coño! Tío, por fin despiertas" Y escuchó una carcajada a su derecha, "¡Creíamos que te había dado un jamacuco tío!" Y tras el golpe en el hombro se inclinó hacia delante. Era otro amigo, este desde hacía menos años, pero también parecía más joven de lo que era. Entonces se levantó y poco a poco creyó saber dónde estaba. Se fue acordando...

Era el mismo pasillo tras la misma puerta, el mismo espejo en el mismo lugar, los mismos cuadros en las mismas paredes, la misma mesa con la misma pata coja, el mismo sofá con las mismas manchas en su mismo áspero tejido y la misma chimenea. Todo era igual a como lo recordaba, pero hacía muchos años que no pisaba aquella casa y no entendía qué hacía allí. Se dirigió hacia el espejo. Tuvo que retroceder unos pasos al verse en él, al ver a un hombre joven con bigote, el pelo largo, los ojos vidriosos y con algún que otro grano en la cara. Era él, se acordaba de si mismo, pero no debía tener más de dieciocho años, o sí. No lo llegó a saber en ese momento. Entonces sintió como su cuerpo le abandonaba, le obligaba a caminar hacia una dirección conocida, un camino ya recorrido. Sus brazos comenzaron a empujar a la gente que allí fumaba, bebía, vomitaba y follaba. Huía desesperadamente de aquel ambiente, de la luz roja tenue, del olor a meado y a sexo, pero sobre todo del humo, necesitaba respirar, y corría asustado por lo que acababa de oír. Fue en ese momento cuando lo recordó todo y supuso que era una pesadilla de la que debía despertar, cuando abrió la puerta que daba al exterior y por fin pudo respirar, mirar hacia abajo, contraer el pecho, mirar hacia arriba estirando los brazos, abrir sus pulmones, respirar aire puro, girar su cabeza a la derecha y ver a la chica que gritaba y a aquellos hombres. Sólo quiso despertar...

Diría aquello de que nunca olvidaría sus rostros, pero iban encapuchados, con máscaras. Formaban un grupo bastante grande y empuñaban todo tipo de objetos, desde los bates de béisbol más vistos en las películas menos vistas hasta antorchas, hachas y cuchillos. Pudo ver al girar el cuello como cogían a la muchacha del cabello justo antes de que fuera degollada por uno de aquellos tipos. Los demás gritaban y reían orgullosos y aclamaban por la sangre y el dolor. Algunos de ellos se acercaban deprisa, dando saltos y golpeando sus armas contra la pared y el suelo, pero él permaneció quieto, perplejo por lo que acababa de contemplar. El tiempo pareció detenerse durante un breve instante, y cuando se quiso dar cuenta ya estaban encima suyo. El primero dio un salto hacia la pared y se impulsó con ella contra él, quien reaccionó justo a tiempo para apartarse de su trayectoria haciendo que cayera al suelo, pero el segundo llegó justo después y le golpeó con una tubería en la pierna izquierda, justo en el muslo. Aquel hombre no parecía normal, no podía serlo. Reía a carcajadas cuando su golpe fue certero. Aprovechó entonces para levantarse y placarle, tirándolo al suelo. Más de aquellos salvajes se acercaban, algunos se separaban del grupo para golpear a quienes se encontraban en aquel momento meando tras unos arbustos, y si encontraban mujeres las intentaban violar. El cuerpo seguía sin responder a sus pensamientos, seguía arrastrándole. Sacó fuerzas de donde pudo y volvió a entrar en la casa.

Algunos parecían enterarse de que algo extraño sucedía, sin embargo otros estaban "hasta el culo", como solían decirse los unos a los otros entre risas, y no eran capaces ni de moverse. Corrió hasta el final del pasillo. Pensó en abrir cada una de las puertas y advertir del peligro, pero no merecía la pena, la mayoría de la gente que en ellas estaba encerrada no eran ni siquiera conocidos, así que siguió corriendo hasta que pasó la cocina, no sin antes caer al suelo tras pisar un cubito de hielo, toda repleta de vasos por los suelos y las mesas, cuyo líquido se esparcía por doquier. En el salón principal estaban los fumadores, al menos diez cachimbas encendidas, repartidas entre las mesitas de cristal rodeadas por sofás, y el suelo lleno de colillas de porros. El humo volvió a colarse por sus pulmones, lo cual le hizo detenerse en seco y ponerse la mano en la boca y la nariz. Cruzó después el hall, donde había encontrado antes el espejo, el sofá, la mesa coja, los cuadros y la chimenea, y buscó entre el humo y aquella luz de club de alterne las escaleras al sótano. Los más espabilados le habían seguido y estaban junto a él. Y en ese justo instante los matones consiguieron romper la puerta.

Necesitaron bastante tiempo para encontrar el modo de encender la luz allí abajo. Los gritos habían empezado a escucharse ya a través de las finas paredes de aquella vieja casa. Nadie sabía muy bien qué estaban buscando en aquel húmedo y oscuro lugar que olía a pólvora y estiércol. Él sin embargo lo recordaba, lo supo al verlos, supo quiénes eran y lo que iba a hacer a continuación. Su abuelo siempre le había hablado de sus historias durante la guerra, de como su batallón venció en más de una ocasión a grupos de nazis que les superaban en número, tecnología y sangre fría para matar. Siempre le decía que el valor y la convicción podían más que la ira irracional, que no era más que el miedo que unos soldados sentían ante la tiranía de un hombre poderoso que los controlaba. Años más tarde, cuando la guerra terminó, los que sobrevivieron se dedicaron a vengarse, y así lo hicieron con su abuelo, a quien grabaron en el pecho con acero al rojo vivo que los pecados de los padres pasarían a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta que sus lágrimas rojas de sangre cubrieran todo un océano. Y encontró allí las escopetas, las pistolas, las espadas y las granadas de mano. Vacilaron durante un momento, pero se las repartieron entre ellos. Todos temblaban de miedo, ninguno había cogido un arma en su vida. Se miraban fijamente a los ojos y nadie decía ni una sola palabra. Entonces él se dispuso a salir el primero, aunque realmente sabía que no iba a subir un solo escalón, supo qué iba a suceder, aunque no pudo hacer nada para evitarlo, pues una ráfaga de disparos sonaron a su espalda y cuando se giró estaban todos muertos en el suelo menos uno. Sonreía, debía ser uno de ellos, el "topo", pensó, y le apuntó justo a la cabeza. Nuevamente sabía que intentaría matarlo y que no le quedaría munición en el cargador, y que trataría de abatirlo a golpes, que le quitaría la pistola y le golpearía en el estómago, y lo peor de todo, que lo conseguiría. Y le abatió... Todo se tornó oscuro.

Despertó sobre una cama, blanda y cómoda. Miró hacia el techo y hacia los lados. Lo supo enseguida, era un hospital. Se levantó y fue hacia un espejo, y se observó. Era él, con su barba larga y su pelo corto y gris. Lo cierto es que se sintió aliviado tras despertar de aquella horrible pesadilla, pero ahora la duda le corroía. ¿Por qué si su deseo fue revivir el momento más feliz de su vida le ha tocado vivir de nuevo el peor de todos? No lo entendía, y lo que es peor, no recordaba nada de lo que sucedió tras la paliza del joven que le dejó inconsciente, y quería hacerlo. Volvió a la cama, se tumbó y deseó con todas sus fuerzas volver a aquel infierno, pero nada sucedió. Cuando le dieron el alta médica volvió a meterse en su piscina. Se relajó, mirando hacia el cielo, surcando la superficie sin moverse apenas. Contemplaba el cielo estrellado, en busca de una estrella fugaz tal vez, y podía sentir como le ensordecía el agua cuando sus orejas se hundían bajo ella. Entendía que el precio debía ser alto, así que mientras su familia dormía él volvió a desear exactamente lo mismo, y esperaba dar con el final y encontrar el sentido de todo aquello. Aguantó la respirando, inclinó su cabeza hacia detrás y en menos de dos minutos todo se tornó oscuro.

Sintió de golpe un dolor intenso en la piel de su pecho, y entonces abrió los ojos de nuevo y sacando fuerzas de donde parecían no haber apartó la biga de madera ardiendo de encima suyo. Tardó varios minutos en recuperarse del todo, levantarse y darse cuenta de dónde estaba, qué había pasado y cómo debía actuar. Recordaba entonces de dónde había salido las cicatrices que tenía en el pecho, en la cara y en las piernas. Pasó entre las llamas dando saltos pequeños y agachado, huyendo del humo. Recorrió todos los pasillos y todas las habitaciones en busca de la salida. Por un momento agradeció el olor a quemado y la asfixia del humo, pues vio todos aquellos cadáveres y toda aquella sangre y pensó en el olor de la muerte y la putrefacción. Y consiguió salir de aquella casa en llamas. Los matones se habían ido, y solamente quedaban unos cuantos supervivientes. Y entre todos ellos, la vio a ella. Había estado enamorado toda su vida de la misma persona, y allí estaba. Y se le acercó, le abrazó con fuerza y le besó. Todo a su alrededor desapareció y solo le importó en aquel momento lo que sucedía a pocos metros de radio. Ese era el momento, pues a pesar de todo lo ocurrido la luz fue a él y ya nada le importó.

Semanas más tarde, cuando el amor entre ellos dos floreció, ella tuvo que marcharse. Sus padre tenían miedo y decidieron mudarse tan lejos como pudieron. Él en cambio permaneció en aquel lugar, reformó la casa, encontró a una mujer que realmente no amaba, tuvo hijos a los que algún día llegó a querer, y allí siguió hasta el día de su muerte, cuando le encontraron flotando sobre el agua de la piscina, con una sonrisa verdadera dibujada en su rostro pálido y arrugado.


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