El olvido

Por encima de las nubes, el mundo de los mortales es digno de contemplar. Nadie sería capaz de describir todas las maravillas, y los desastres que allí abajo tienen lugar, y nadie podría decir jamás que uno se aburre llevando esta observación a la práctica. Pero al olvido le dejó de interesar hace ya mucho tiempo. Ha consumido tantos recuerdos que la historia le trae a la mente una y otra vez la idea de que todo ha sido siempre igual, y que el mundo seguirá como hasta ahora, con cambios insignificantes y, como ya les digo, aburridos, previsibles, nada sorprendentes. Por ello mismo, un día, uno de los buenos, decidió descender y buscar en los individuos más concretos algo más particular e interesante. Cruzar las nubes es una experiencia digna de vivir.

Buscó y buscó... durante la noche, a los más borrachos; durante el día, a los más despreocupados. Los que miran a los sorícidos no saben ni en qué están pensando y cuando menos lo esperan el instante les ha pasado. Las mujeres que olvidaron el por qué de muchas cosas, que no recuerdan quiénes fueron de niñas, se prostituyen por la noche, esperando poder robar más de lo que cobran por sus servicios. Y el olvido se entristece. Termina en una estación de trenes. Allí hay mucha gente: mendigos, los que tiene prisa, los que dan envidia con su rostro sonriente y su forma pasiva de andar, los que escuchan música, los que trabajan, los que no trabajan, los que viajan obligados y miran por la ventana del tren el horizonte del mar y el resplandeciente y débil sol que asoma, pero no soñando con poder volar...

El sujeto se llamaba Tommy. Al principio fue un poco extraño y el hombre parecía confundido todo el tiempo. Se descubría a sí mismo escribiendo en su máquina vieja, redactando una noticia sobre un atentado que no había escuchado antes; en el baño, sentado sobre la taza de un retrete, llorando y lamentándose; en el ascensor, cogido de la mano de su ayudante... Pero siempre a la misma hora. Siempre a las 8:47 de la mañana. Él creía que padecía insomnio, y el médico no le supo decir la verdad. "El estrés puede ser muy malo para la salud". Y empezó a creer que todo era un sueño, que por eso no recordaba nunca despertar, ni comerse dos tostadas y beberse un café antes de salir, ni viajar en el tren, mirar al infinito, ver a los de siempre pasear a sus perros en el parque, enfrente de su oficina.

El domingo despierta. Es muy cruel no darle ni un sólo día de descanso a un ser tan débil. Además, debe entender que no es un sueño, que su vida es tan real como el hechizo que le embruja. El sujeto se siente aliviado. Se toma su desayuno, tostadas y café, se ata la corbata y se va a la estación. Coge el tren. Veinte minutos después, ha llegado al lugar donde trabaja. No hay niños en el parque.

Los siguientes días fueron de incertidumbre total, como la primera semana. El sábado, se miró en el espejo del ascensor. Llevaba el pelo despeinado, las lentillas le escocían los ojos, no se afeitaba desde hacía seis días, como solía hacer antes por la mañana. El reloj marcaba las 8:47. Los segundos le pesaban sobre la cabeza.

El sujeto empieza a comprender. Se levanta temprano. Sabe, desconociendo los motivos, que sólo dispone de 24 horas. Los domingos todo está cerrado, y los niños no salen a jugar a las calles. Empieza a buscar en Internet su problema o alguna historia relacionada, como en las películas que tanto le gustaba ver, donde en la web todo se encontraba en cuestión de minutos. Pero no es así. Sin embargo recuerda sus peores pesadillas, en las que caía por escaleras, hacia un vacío finito, y recuerda como, antes de chocar, despertaba aterrorizado. Sube a su terraza, y de espaldas sube al bordillo. Cierra los ojos y se deja caer. El corazón le late muy deprisa, cree que todo va a solucionarse y está emocionado. Choca contra el suelo.

La muerte le había avisado: es la naturaleza la que debería provocar las muertes de los seres vivos, y no el aburrimiento. E igualmente el olvido sabía que no podía jugar hasta siempre con el sujeto, que todo debía acabar un día... pero es que aún quedaban muchas cosas para hacer. Se acercaba el final, y no eran pocos los años que habrían de transcurrir. Y un día le liberaría, y podría contemplar la vida como nadie antes la ha podido contemplar jamás.

8:32 de la mañana, Tommy no llevaba su alianza. Un día regresaría a casa, y allí no habría nadie. Su mujer al teléfono le insultaría, no creería que se había olvidado de aquella mañana, de aquella discusión, y él no podría creer que había llevado a su ayudante a casa, por la noche, y se había acostado con ella en el sofá, hasta el amanecer. Al fin y al cabo... ¿quién haría tal estupidez?. Los niños y la mujer lo habrían oído todo. Ya empezaba a estar harto. Siguió intentando despertar, ya que su primer intento, en un bordillo de su terraza, dejándose caer en el interior de ésta, fue un fracaso... y eso que decidió no arriesgar en el último instante. Pero de lo harto que estaba, empezó a acostumbrarse, y a darle igual. 8:33, todavía en el tren ¿Había recuperado un cuarto de hora de memoria? Eso tampoco importa. Apoya su cabeza en el cristal. Ve el sol, el amanecer, el cielo, las nubes, el mar en calma,  peces, el horizonte infinito, las gaviotas, las gaviotas cazando peces, la arena de la playa, la espuma de las olas, las olas, los niños en las olas, los niños en la arena, el castillo de arena, el cubo con el que hacían los castillos, las palas para rellenarlos, un niño rellenando un cubo con una pala, de arena, es rubio, y a su hermano, moreno, y a su madre, que lucía un bikini espectacular, con flores, y la etiqueta por fuera, con sus letritas minúsculas, con un bebé encima, gafas de sol en la frente y el pelo castaño recogido, y sus ojos le miran... nunca se había fijado...

Siempre había visto, desde las nubes, los sitios donde la gente es más inconsciente de lo que tiene. En las grandes ciudades, donde todo el mundo corría de un lado para otro, estresados y con prisas, nadie se paraba a contemplar una lluvia de estrellas, de esas que se suicidan, ni un amanecer, o un atardecer. Allí vivían y sobrevivían sin tiempo para contemplaciones. Allí la vida era más monótona y aburrida. Y esas estaciones de trenes, esa gente que medio dormida viaja de un sitio para otro sin pensar, escuchando un sonido por un auricular con el que tratan de crear un sentimiento a la fuerza, y mirando por la ventana sin saber qué mirar.

Ya tenía canas. Aparece cada cierto tiempo en un determinado minuto de la mañana, cada vez más próximo al despertar. Empieza a recordar cuándo compra el billete, ida y vuelta, y se sube en el tren, y mira por la ventana. Pero ya no lo hacía por obligación, sino que sólo quería contemplar, observar cada detalle de lo que fuera ocurría. Y se despierta. "Domingo debe ser". Desayuna, dos tostadas y un café. Una voz dulce le dice adiós antes de marchar, pero no la reconoce. Compra el billete y se sube al tren. Ve a los niños, sus madres, las olas, el cielo, el amanecer... se concentra en cada detalle. Va andando por la calle hasta que llega a su oficina y, antes de entrar, medita un instante... sigue vacilando, cree oír bicicletas derrapar, balones siendo golpeados, a un niño llorar. Se gira. Los niños jugaban en el parque. ¿No era domingo? Puede sentir el roce del oro, y de los ribetes entre sus dedos. Sonríe...


Alberto González Ivorra
Gracias por leer

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