El sueño de un pintor

El sueño de un pintor
Alberto Glez. Ivorra

Cuentan, que en un lugar ya olvidado, existió un pintor que decía estar constreñido por los sentidos, por sus propios ojos. Una vez trató de arrancárselos, pero le faltaron agallas. El artista engendró a un hijo y le encerró en el sótano de su casa, a oscuras completamente, sin ningún rayo de luz que le permitiera ver el interior al pobre, tras asesinar a la madre de la criatura. Desde arriba, le suministraba comida y le contaba historias, cuentos para dormir y experiencias que había vivido en su larga vida, aunque no mostraba interés por ellas. Le hablaba de la hipocresía, de los poderes de los señores, de la pobreza y de lo imposible. Le enseñó a ver más allá de lo que sus ojos le mostraban, a no dejarse llevar por el miedo, a no sentir curiosidad por el mundo exterior, a no buscar colores ni formas... le enseñó a ver con el alma y a pintar con el corazón. El hijo perseguiría el sueño de su progenitor.

El nuevo artista, solitario, encerrado en aquella húmeda estancia, aprendió el oficio de su padre. Pintaba y pintaba cuadros que ni sabía cómo eran. Cuando creía terminarlos, simplemente apartaba el papel y cogía uno nuevo del montón que le había sido puesto antes de encerrarlo. No le importaba coger el pincel con las manos, colocárselo entre los dedos de los pies o sostenerlo con la boca. Incluso llegó a aportar de su propia cosecha algún color y textura. Él simplemente pintaba. Dejaba libre la imaginación y dibujaba trazos que iban de aquí para allá, sin sentido ni orden, tan sólo el que su corazón le dictaba. Pero aquello le gustaba y jamás quiso ver lo que pintaba.

Cuando pasaron los años, el hombre de arriba se hizo tan mayor que no fue capaz de ocultar su secreto y fue ahorcado en la plaza de la ciudad. Corría el rumor de que tenía un hijo al que había arrancado los ojos y encerrado desde que era un crío, que tenía un pincel por mano y que dibujaba cosas divinas, como si hubiera conocido un mundo paralelo, antes de ser consciente de qué era, que no le había sido borrado de la memoria ya que no había aprendido otra cosa que ello mismo. Cuando descubrieron dónde estaba encerrado, no lo dudaron un solo instante. Fueron a por él.

El pintor, muerto de hambre, seguía pintando. Se sentía alienado por el estruendoso ruido que tenía lugar allí arriba. Pisotones, gritos, golpes... podía sentir cada uno de los temblores de la casa. Podía sentir que algo malo iba a suceder, aunque no sabía qué, hasta que entraron. La sala se iluminó. Los intrusos quedaron impresionados con lo que vieron. Se trataba de un simple hombre, desnudo, esquelético, que temblaba de miedo y sudaba de frío, rodeado de cientos de cuadros con miles de colores y formas. Nada tenía sentido para ellos. No se trataba de ningún dios como se rumoreaba. Un hombre que al ver, murió.

La última obra de arte del artista fue él mismo. Su padre le dijo una vez que no debía tenerle miedo a la oscuridad y que no dejara que la luz le cegase, como les pasaba a todos los demás, pero no soportó ver la verdad. Dicen que el rojo de la sangre en el asfalto todavía se puede ver, y que nada puede iluminarlo.

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