El niño más feliz del mundo

No conocía muy bien su destino, ni tampoco el camino que seguía. Desconocía por completo cuál era su misión, a quién estaba persiguiendo y porqué. Mike simplemente saltaba de un edificio en otro. Corría más rápido que el viento por las azoteas y cuando llegaba a un extremo se impulsaba hacia el vacío y siempre llegaba al siguiente tejado. Lo hacía sin dudar un solo segundo, respirando con calma y sin ningún temor. Sentía la libertad cuando el aire chocaba contra su cuerpo y contra su rostro. Era completamente feliz, todo lo que cualquier persona puede llegar a imaginar él podía hacerlo realidad. No sabe de dónde viene, y no sabe hacia dónde ha de ir, pero es fuerte, nadie puede con él y, aunque de manera fugaz, Mike se siente por un momento el niño más feliz del mundo.

Su madre no tarda mucho en entrar en escena. "¡Mike!", se oye por toda la casa, unos gritos que proceden de abajo, de detrás de su cabeza, justo cuando salta. "¡Mike, despierta!" y el muchacho deja de soñar, se queda mirando el techo azul de su habitación. Le gustaba imaginar que no había cemento entre él y el cielo, que podía ver las nubes sin que los rayos del sol le cegaran por la mañana. También solía mirar por la ventana, escuchar el canturreo matutino de los pájaros y observar los verdes árboles del jardín de su casa. Mike se sienta en la cama y deja los pies colgando. Tenía las piernas algo cortas, no era precisamente de los más altos de su clase, sino más bien lo contrario. Pero a él no le importa, tan solo mira fijamente la puerta de su habitación. Está entreabierta y ya escucha a través de ella los pasos de la pequeña de la casa. En ese momento entra de golpe y corriendo, con casi toda la lengua colgando de su boca y moviendo la cola a una velocidad que él solo había visto en sus sueños y en el ojear de un libro del colegio. Ese momento era para Mike muy importante, pues casi siempre olvidaba, cuando despierta, que también hay cosas buenas en el mundo real, cosas que le llenan de felicidad aunque sean breves.

Cuando baja las escaleras, todavía desperezándose y retirando alguna que otra legaña de sus ojos con los dedos, su madre ya está esperándole abajo. Aunque pueda parecer una mujer sería, ella nunca le regaña. Simplemente espera a su hijo con la forma de un botijo. "¡Buenos días!", le suele decir con muchos ánimos, y después le acompaña hasta la cocina. Allí tiene Mike un vaso de leche fría con un pequeño bol de cereales con miel, sus preferidos. Después se viste, se prepara la mochila y sale de casa. Como viven en el campo, su madre le lleva en el coche. Es un viaje de tan solo diez minutos, pero al pequeño muchacho le da suficiente tiempo para dar rienda suelta a su imaginación. Cada vez que se acercan más al colegio su estado de ánimo decae un poco más, pero él no deja de verse a sí mismo por la ventana del coche corriendo justo al lado a la misma velocidad y esquivando al resto de vehículos y obstáculos que se cruzan por su camino. Entonces es cuando llega, baja del coche y se despide de su madre: "Pasa un buen día, cariño. Haz muchos amiguitos", le dice tras darle un beso en la mejilla. El coche empieza a moverse entonces, dejando un rastro de humo gris y maloliente.

Mientras entra por la puerta principal, observa, como siempre, las vallas del colegio. Son altas y rojas, y rodean todo el edificio y las pistas de fútbol y de baloncesto. Solo los más mayores lograban saltar por encima de ella para ir al quiosco que hacía esquina a la hora del patio. Mike se limitaba a pensar en la idea de que su sueño se hiciera realidad y poder escapar de aquel lugar que tanto detestaba, pero no era ni capaz de escalar el pequeño muro que aislaba a los más pequeños de la escuela. Y no es que no le gustara estudiar, sino todo lo contrario, pues le encantaba aprender cada día cosas nuevas. Simplemente ese no era su lugar. En clase se sentaba solo. El único niño que permanecía a su lado durante las clases era aquel que no lo decidía, aquel que entraba último, cuando ya no había más asientos libres. Era normal que se quisieran sentar con sus amigos, pero a veces llegaba a oír susurros: “seño, con ese no me quiero sentar”. Todos los demás niños hablaban, jugaban, gritaban, reían y se pasaban a distancia bolitas de papel con mensajes secretos, pero Mike no hacía nada de eso. El pobre muchacho solo quería escuchar aquello que la profesora tenía que decirles, hacer las tareas que le pedían y asegurarse de que su bocadillo permanecía en la mochila cuando sonara el timbre. Las únicas bolitas de papel que le llegaban eran escupidas con canutos y se quedaban pegadas en su ropa o incluso en su cara.

Pasado el par de horas que habituaban a pasar, según podía ver en el reloj de pared del aula, el timbre que señala el tiempo del recreo destituye a la maestra, que se sienta a esperar, abre una ventana después y comienza a fumar cuando ya no hay nadie allí. Como era de prever, Mike no tiene ya en su mochila el bocata de paté que su madre le prepara cada mañana con tanto amor. No obstante, en su rostro ya no se dibuja la tristeza, la costumbre todavía no le ha hecho aprender, o simplemente no entendía tal injusticia y pensaba que un día esta cesaría por sí misma. Su única preocupación en ese momento era buscar un escondite, uno nuevo tenía que ser, uno en el que nadie le descubriera. Avanza a hurtadillas, silencioso como en sus sueños, o al menos eso cree él, y se detiene junto a unas escaleras. "El lugar perfecto", piensa con cierta alegría, y se acomoda detrás de unas varillas de metal que aguantan el peso de las personas que suben los numerosos escalones. Mike era tímido y no tenía amigos, pero tampoco le gustaba esconderse. Allí sentado, rodeando sus piernas con los brazos, lo único que hace es esperar al timbre que le ordenaba volver a las clases mientras mira fijamente la alta valla roja de la escuela: "ojalá pudiera salir de un salto de aquí", piensa. Se fija entonces en la tela de una araña construida entre dos barrotes cerca de él. Le da miedo, no quiere que aquel bicho salte encima de él y le muerda, pero allí permanece inmóvil, aunque tan solo por un tiempo breve.

Algunos días tenía suerte. Otros, muchos de ellos, eran sin embargo los peores que cualquier persona se puede imaginar. Este día es sin duda uno de estos. En cuanto le descubren, Mike cierra los ojos. La oscuridad invade su mente, pero no es a ello a lo que teme, pues cuando lo hace se ve a sí mismo corriendo por azoteas, saltando y sintiendo el viento, que no le frena, porque nada puede con él. De repente de la oscuridad nace un círculo lila, como un destello que penetra en el interior de su ojo derecho y siente el dolor. Él trata de seguir imaginando un mundo mejor, un lugar donde puede ser feliz, pero le es imposible. El miedo le consume y es entonces cuando abre el ojo izquierdo mientras lleva su mano abierta hacia su otro ojo malherido, con la esperanza de cualquier humano de que así el dolor se iría. A cuatro niños tiene delante, y son cinco veces más grandes que él, seis veces más fuertes y siete veces más brutos y violentos, uno de los cuales tira del cuello de la camiseta de Mike, haciendo que esta se desgarre un poco y arrastrando su cuerpo hacia el exterior del hueco de aquellas escaleras. El profesor que vigilaba la zona ya no estaba, y era el momento ideal.

Se acuerda de su madre despertándole por un instante. El segundo golpe viene desde abajo, y el siguiente de detrás de su cabeza, justo cuando salta. Ahora el dolor penetra su estómago vacío, que ansiaba desde hace unos minutos el paté y el pan, y ya no le quedaban a Mike más manos para cubrir otro dolor. Uno de aquellos "gorilas", como solía llamarles en su cabeza, saca de su bolsillo un bocadillo, lo abre y le pone tierra en su interior. Se lo habían hecho hacer alguna vez, incluso solían escupir en su interior antes, así que no es la primera vez que Mike come tierra. Simplemente y sin rechistar abre la boca, mastica y traga: "las dudas suelen provocar más golpes", piensa el pobre y canijo muchacho. Sin embargo sucede todo lo contrario y cae al suelo de espaldas cuando le empujan y le ponen la zancadilla. Era el mismo modus operandi de siempre, así que reacciona a tiempo de colocar sus brazos en el pecho para detener el pisotón del "monstruo", como también solía llamarles, más grande. Pero no sirve de nada, pues no son dos ni tres los intentos y sus brazos tampoco resisten.

Mike vuelve a cerrar los ojos, pero ya no imagina un mundo de imposibles. Ya no puede, el dolor no le deja. Recuerda por un instante el día en el que le pegaron por segunda vez. Abusaron de él durante una de las primeras semanas de colegio. Era un niño raro, tímido, callado y entusiasmado por aprender, cuya madre le daba un beso en la mejilla delante de la puerta de la escuela, suscitando envidia entre sus compañeros tal vez, y dando cabida a numerosas burlas. O tal vez no era envidia. Tal vez simplemente era la escasa capacidad que tenía de defenderse, lo pequeño y flojo que era o su cara pálida y alegre de “empollón”. A él le hubiera gustado tener un hermano mayor o un padre, pero no tuvo ninguno de los dos. Solía pensar que ellos le enseñarían a defenderse y a ser fuerte como los hombres valientes de las películas de acción. Perdido, el pobre muchacho habló con su madre del abuso y esta con el director. Hubo castigo y los "salvajes", como suele llamarles también, tomaron represalias. Su venganza, la segunda de las palizas, llevó a Mike directamente al hospital. Lo que contó después a su madre, y esta al director, fue una historia nacida del temor a otro episodio, una mentira: "caí de bruces contra un bordillo jugando con mis amigos". Entonces abre de nuevo los ojos y empieza a llorar. El recuerdo de sentir de nuevo aquel dolor y escuchar el sonido de una de sus costillas partiéndose oscurece su mente y sus ideas. Imagina que la sangre que en ese momento corre por sus venas es negra, sucia, y que llega a un corazón pálido y arrugado. Los golpes, sin embargo, dejan de hacerle daño.

El timbre vuelve a sonar. Aquellos brutos se despiden del muchacho haciendo una promesa: “volveremos a darte lecciones de vida, pequeño renacuajo”. Pero Mike no entendía esas lecciones y era incapaz de aprender de ellas algo. Cuando se alejan, el desgraciado niño se da la vuelta y queda boca abajo, sintiendo un dolor intenso en el pecho. No era la vez que más fuerte le habían pegado, y no había heridas graves en su cuerpo y en su piel. Ni siquiera le saldría un moratón en el ojo. Apoya las manos en el suelo y se levanta como puede tembloroso y con los ojos húmedos. De pie, con una mano en el estómago, mira el hueco de la escalera y observa que la tela de araña ya no está, pero ya no teme que la tenga encima, le da igual. Vuelve a la clase y la profesora le manda a casa a reposar. Ella debe pensar que es un crío con muchos problemas de estómago porque Mike siempre le decía lo mismo, y no mentía, pues le dolía de verdad. Su madre acude entonces al colegio y cuando el muchacho llega a casa, se encierra en su habitación, ordenada y limpia, se tumba encima de la cama y empieza a llorar. Su vida es la vida de un niño triste, pero poco a poco las lágrimas resbalan por sus mejillas, caen de su rostro y humedecen la almohada al mismo tiempo que sus ojos se van cerrando y la oscuridad se cierne sobre él.

No conocía muy bien su destino, ni tampoco el camino que seguía. Desconocía por completo cuál era su misión, a quién estaba persiguiendo y porqué. Mike simplemente saltaba de un edificio en otro. Corría más rápido que el viento por las azoteas y cuando llegaba a un extremo se impulsaba hacia el vacío y siempre llegaba al siguiente tejado. Lo hacía sin dudar un solo segundo, respirando con calma y sin ningún temor. Sentía la libertad cuando el aire chocaba contra su cuerpo y contra su rostro. Era completamente feliz, todo lo que cualquier persona puede llegar a imaginar él podía hacerlo realidad. No sabe de dónde viene, y no sabe hacia dónde ha de ir, pero es fuerte, nadie puede con él y, aunque de manera fugaz, Mike se siente por un momento el niño más feliz del mundo. Su vida es la vida de un niño triste, pero en sueños todo es distintos, y eso no se lo podrían arrebatar nunca.

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