Oscuro


Todo estaba oscuro. Lo primero que me llamó la atención fue la espesura de aquel líquido en el que flotaba, dentro de aquel habitáculo sin salida aparente. O era eso, o era que no tenía mucho espacio allí dentro. Yo palpaba mi alrededor insistente e incesantemente, pero parecía que siempre tocaba lo mismo, aunque cada cierto tiempo cosas nuevas aparecían en mi -y sé que era en mi porque sentía mi propio tacto-, como dedos, pelo, agujeros en mi nariz, una tercera pierna, que debo confesar, no creció del todo... Y claro, luego estaba aquel “tubo”. Nunca llegué a saber cómo se llamaba. Oía a veces a gente decir que querían cortarme algo del cordón umbilical, que sería un bonito recuerdo. Yo no veía nada de bonito en ello, más que nada porque no veía nada así que no entendía qué querrían decir, pero tal vez algún día yo haría lo mismo, así que lo mejor será no criticar nada, que ya bastantes se escuchaban desde allí dentro en lo que llamaban la televisión, una máquina al parecer capaz de reproducir imágenes a distancia. Imágenes... ¿qué sería eso? ¿Serían cosas bonitas?

Mis ojos todavía permanecían cerrados. Tampoco es que hubiera mucho que ver, pues ellos apreciaban cosas de fuera, paisajes, el mundo, los colores. Imagino que todo sería oscuridad, pues nunca conseguí notar la presencia de los rayos del sol, esos que queman si te mantienes expuesto. En cierto modo, el exterior me daba miedo, y es lo que me esperaba, o eso deduje yo. Porque yo lo sabía. Sabía quién era, decían nombres como Susana o Alicia, pero eso era por si yo nacía mujer, que al parecer tenían mamas de las que yo no me alimentaria, pues hablaban mucho de los biberones, porque los nombres en caso de ser hombre (ahora que lo pienso, creo que entiendo lo del tercer miembro, pero no tiene importancia) eran algo así como Ángel o Alberto. No me imagino llamándome Alberto, ¿de verdad había quién se llamara así? En fin... sabía mis posibles nombres, y en el interior de quién estaba. Era mi madre, o eso decían, y mi padre le ayudaba con las cosas.

Al parecer siempre fui un lastre del cual mi madre siempre tenía quejas, aunque traje también muchas alegrías, muchas voces agudas se acercaban a mi, lo presentía, me tocaban a través de la carne de mi madre, y yo les respondía con una patada. Eso les gustaba, y me hacía sentir feliz. Creo que ya sabía qué iba a ser cuando fuera como mi padre: un payaso. A mi madre le gustaban mucho, porque siempre la hacían reír, y yo es lo que siempre querría hacer, crear felicidad. A eso me enseñaron, a ser feliz. Bueno, a eso, y a cantar. Las máquinas se ve que hacen de todo tipo de cosas, limpiar, proporcionar diversión, proyectar imágenes, reproducir música... Cada noche me ponían una de esas radios pegadita a la oreja, para que la escuchara durante toda la noche. Decían que la música clásica sería buena para mi, que mejoraría mi intelecto. Mi padre decía que eran bobadas, que sería un niño listo de todas formas y él me ponía música más cañera a ratos, y a veces a los legendarios Beatles o los Rolling Stones, y tenía toda la razón del mundo, no por lo de legendarios, eso no lo pude llegar a descubrir, pero sí en lo de que yo sería listo, listo como nadie.

Y no es que yo lo diga, sino que lo descubría a cada instante. Por lo visto hablar es una habilidad humana, mi especie supuse, que se desarrollaba pasados ciertos años de edad, y según la cuenta que llevaban mis padres yo no tenía ni siquiera 9 meses, y ya sabía hablar, pensar en las palabras, usarlas, saber y pensar dos veces. ¿Y si 9 meses eran suficientes? No, no podía ser. Los de fuera usaban los “meses”, y a veces juntaban “años” y “meses”, pero sólo cuando era un año y los meses que fueran. No podía ser que tuviera más de un año si quiera. Y sabía cantar. Distinguía los diferentes tonos, las notas. Las dibujaba en mi mente una más encima de otra, y cuando había silencio era capaz de crear nuevas melodías, con sonidos que conocía, claro está. Supuse además que sabría leer y escribir, pues era cuestión de memorizarse una serie de caracteres, y eso se me daba bien. Y no sólo eso, sino que aprendí a hablar palabras que mis padres nunca usaban entre ellos, o con amigos, pues al parecer mi madre trabajaba en una oficina de turismo, o algo parecido, y recibía la visita de muchos “guiris”, como solía decir mi padre, justo antes de advertirle de guasa que esperaba que nunca se fuera con uno a otro país y se olvidara de él -y tengo que decir que no sé porqué, a continuación siempre se decían tonterías entre risas, y luego todo temblaba mucho. Era listo, lo sabía, pero esas cosas nunca las mencionaban en mi presencia, y mi presencia era constante.-

Llegué a oír hablar también de las enfermedades, algunas muy malvadas. No sé qué pinta tendrían esas cosas, si serían más grandes que yo y que todos, o si era cuestión de unos seres invisibles o muy diminutos, pero cuando alguien tenía una tosía mucho. Luego había otras que no eran de toser, como el Alzheimer y el cáncer. Decían que no había cura definitiva. Decían que yo la encontraría, que sería un niño pródigo y que sería recordado para siempre. Y tenían razón, pero no en lo de ser recordado. Nadie se acordaría de mi, excepto mis padres, o eso esperaba yo. Ellos decían que me querían, pero sólo lo decían...

Pero no todo era bueno, también hubo llantos. Cuando lloraba yo me sentía mal, me sentía culpable. A veces eran sólo rabietas de dolor, otras cuando veían películas dramáticas, pero sólo dos veces me hicieron sentir realmente mal. La primera fue cuando mi abuelo murió, de cáncer. No sabía muy bien si yo tenía la culpa por no haber descubierto aún la cura. Y la segunda, fue un día hablando con un hombre de voz grave. Tenía un tono de voz dubitativo, parecía acongojado, triste, pero era su deber, al parecer. Hablaron durante un rato sobre alguien, sobre mi, y sobre más enfermedades, deformaciones, imposibilidades para mi vida y el desarrollo de mi futuro. Yo no entendía nada, pero ni siquiera mi padre mantuvo la compostura, y lloró. Esa fue la última vez que sentí los llantos de mi madre, y la última vez que me preocupé de sentir algo. Al día siguiente, noté que mi cuerpo se debilitaba muy rápidamente. Una sustancia llegó a mi, una pastilla decían. Iba a morir, lo sabía, lo decían de mil formas sin decir que iba a “morir”. ¿Era esto la vida, promesas y promesas y luego nada? ¿Tenía algún sentido? No... no lo tenía, tenía que haber algo más, algo que me arrebataban. Pero no lo entendía... Habían hablado mucho de mi, muchas cosas buenas. Hubiera llegado a ser el hombre (o la mujer) más inteligente del mundo y hubiera sido recordado por todos para siempre. Pero no fue así. Y a las pocas horas todo permaneció oscuro, como nunca dejó de serlo, como nunca dejaron que lo fuera.

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