Cinco minutos

Nos habíamos quedado solos. Únicamente se oían los cubiertos rayando los platos, en busca del rastro de algo que pinchar, y después el resonar de los mismos al dejarlos caer sobre la mesa. Miraba mi vaso, medio vacío de agua. Diría que ella me estaba mirando, pero no lo podía saber, yo no le miraba a ella. Cogí el vaso despacio y me lo acerqué a los labios. El líquido comenzó a derramarse hacia el interior de mi boca, y el sonido que producía al pasar por mi garganta hizo que me pusiera aún más nervioso, y luego posé de nuevo el recipiente sobre la mesa. Durante ese periodo de tiempo en el que estiraba mi cuello y subía la cara para beber, y volvía a bajarla de nuevo, pude comprobar que ella también miraba hacia abajo, hacia su plato, o tal vez hacia sus manos, plegadas en cruz sobre sus piernas. Nunca llegué a pensar que realmente lo que miraba era el anillo que llevaba en uno de sus dedos, y le daba vueltas dubitativa. Miré de nuevo el reloj de agujas de la pared. Parecía un reloj caro. Entonces ella estornudó, como siempre lo hacía, silenciosamente y tapándose casi toda la cara con una sola mano. Debo confesar que me dio un vuelco el corazón, del susto y de los nervios. Y guardé silencio unos segundos. Ella levantó la mirada y para mi sorpresa pude escuchar su voz, aquella dulce voz diciendo "Sigues sin decir nada cuando alguien estornuda", justo antes de sonreír a la vez que me miraba. Hacía mucho tiempo que no veía sus grandes y hermosos ojos marrones, ni aquella sonrisa tan... perfecta. No supe qué hacer. Le devolví la sonrisa, y no pude pronunciar palabra. Me di cuenta de todo.

¿Cuánto podía tardarse en ir a la cocina, acabar la elaboración del postre y traerlo a la mesa? Esa es otra de las cosas que nunca llegué a pensar, pues cuando veía aquel reloj nuca miraba la hora, y es que no tardaron realmente más de cinco minutos en volver, lo que a mi me pareció una eternidad, pero una eternidad extraña, agradable pero amarga, dulce pero como sacada de una broma de muy mal gusto. Es increíble la cantidad de cosas en las que se puede pensar en tan solo cinco minutos...

Volvía a estar en el colegio. Yo era nuevo en él. Entré en clase, donde vientitantos críos me miraban, sentados en sus pequeños pupitres, con cara de asombro y un tanto extrañados. Aquel fue uno de esos instantes que pasan volando, tal vez de lo nervioso que uno está o de que realmente es muy poco tiempo el que ocupa en nuestras vidas. Crucé por en medio de todas las mesas. Alguno hacía ya algún chiste de mal gusto sobre mi, otros en cambio no decían nada. Me presenté y me dijeron dónde sentarme, y allí a mi lado la conocí, una chica de mi estatura, de pelo castaño bastante corto, con esos ojos marrones de los que algún día me enamoraría y una sonrisa no muy agradable de ver, debo confesar, aunque no me importó en absoluto a pesar de lo que los demás decían de ella. Y estornudó, tapándose casi toda la cara con la mano, y muy silenciosamente. Y yo guardé silencio mientras todos decían al unísono "Jesús" o "salud". Justo después una voz muy dulce dio las gracias, y esa dulce voz me saludó, y me dijo su nombre después. No recuerdo haber pasado más vergüenza en toda mi vida. Era la primera vez que me sentaba con una chica en el cole, y una de las pocas veces que hablaba con una.

Volvía entonces al patio, unos cuantos años más tarde. Los niños nos empeñábamos en demostrar que éramos los mejores jugando al fútbol justo antes de intentar levantar las faldas de las niñas. Nos enfrentábamos entre los distintos grupos del curso, "los A" y "los B", y siempre ganaban ellos, aunque nunca les era fácil. Aquel año había sido una competición reñida y nos los jugábamos todo en el último partido, no podíamos prescindir de los mejores jugadores, y según decían yo era uno de ellos. Pero debieron hacerlo. Ganábamos de dos goles y en uno de mis tiros a portería la pelota rebotó en el larguero y fue a parar directamente a la cara de una de las niñas que miraban distraídas el partido. Cuando me acerqué a pedir su perdón, aquella dulce voz me dijo que no pasaba nada. Eran sus ojos y su sonrisa. Le había crecido bastante el pelo y llevaba hierros en los dientes. Hacía mucho tiempo que no la veía, años. La trasladaron al otro curso porque bien era sabido que los mejores expedientes se encontraban allí, y ella era muy lista, mucho más que la mayoría de clase. No volví a jugar más aquel día, lo cual nunca me perdonaron pues acabamos perdiendo de un gol. A partir de aquel día odié el fútbol, y lo que hice fue quedarme sentado en las gradas, junto a ella, hablando sobre nosotros, sobre las vivencias de unos pobres críos que no sabían nada realmente de lo que es la vida.

Volvía justo después al barrio. Casi tenía ya dieciséis años. Nos habíamos mudado allí cuando mi padre perdió el trabajo y nos arruinamos. Estaba lleno de yonkis y de gente pobre que dormía en las calles, debajo de cartones y sin comida. Mis padres siempre lo lamentaron, y siguieron juntos por mi, pero jamás me privaron de una buena educación, es lo que más les agradeceré en esta vida. Y eso que yo era de esos estudiantes que no hacían nada, que no aprobaban nada y que no querían hacer nada en esta vida, aunque no iba a ser siempre así. Perdí el contacto con casi todos los amigos del colegio y la nueva pandilla de la que empecé a formar parte poco a poco estaba llena de indeseables. Mi secreta pasión por las drogas, el tabaco y el alcohol fue creciendo conforme los años pasaban, y cada vez era más difícil ocultar esta adicción. Mis padres prometieron cuidar de mi, pero yo no dejaba que lo hicieran, pues creía ser feliz y era lo único que me importaba. Aquel día todo se fue por el sumidero. Discutí con todos ellos, y con los que no lo hice no me ayudaron. Robarle a una pobre anciana que se había metido en el barrio equivocado no resultaba nada ético ni siquiera para mi, y traté de impedírselo. Y la pobre ancianita se salvó, pero yo en cambio... Y volvía en aquel mismo instante a aquella pálida y luminosa habitación de hospital.

Allí estaban mis padres, sentados en un pequeño sofá. Parecía incómodo. Mi madre leía una revista, la típica que puedes encontrar en cualquier peluquería, y mi padre me miraba fijamente, y cuando vio que me movía se levantó lo más rápido que pudo y me cogió la mano. Después se unió mi madre. Hablamos durante un buen rato, les conté lo que había pasado y sobre mi adicción. Ellos me hablaban sobre el rumbo que estaba tomando mi vida, y por primera vez hice bien en escucharles, cosa que no solía hacer. Casi nadie escucha el sermón de los padres. También me dijeron que habían conseguido contactar con una antigua amiga, y aquella misma tarde allí apareció. Esos ojos marrones y esa sonrisa, que ahora era perfecta... Hacía mucho tiempo que no la veía. Cuando empezó el instituto íbamos a la misma clase. Éramos muy buenos amigos, y poco a poco empecé a sentir algo más. Durante ese primer curso llegué a confesar esa atracción, ese cambio en la forma de verle, pero ella se limitó a pensar que todo era una confusión, que la amistad a veces parece algo más. No quise creerle y poco a poco me alejé de ella. Los cursos pasaban y cada vez mis notas eran peores, hasta que perdí su rastro. Yo me quedé atrás y ella terminaba los estudios en el instituto aquel mismo año. Hacía bachillerato y luego estudiaría en una buena universidad, y no la volvería a ver nunca, y era lo que me mantenía a flote, no verla. Pero lo cierto es que me equivoqué rotundamente adivinando el futuro. Ella me ayudó a salir de mi adicción y de todos mis problemas. Volví a centrarme en los estudios y empezamos a salir, ella y yo, juntos. Eramos felices. Aunque no duró mucho...

Y volvía a la universidad, primer día allí. Aquello era otro mundo, desde luego. Venía de hacer un módulo de cuatro años, y dispuesto a seguir estudiando, obtener una licenciatura, tal vez un máster. Había cogido el gusto a aquello de estudiar, había encontrado en ello una salida y una satisfacción personal, y más después del último año que había tenido, lleno de disputas por las cuales acabé perdiendo todo contacto con mi gente, por llamarla de alguna forma. Así que allí estaba, rodeado de gente bastante más joven que estaba dispuesta a perder bastante más tiempo que yo, y se me senté tras dudar agobiado sobre dónde hacerlo. Entonces lo que parecía que iba a ser nuestro profesor para aquella asignatura empezó a hablar, se presentó y comenzó a dar su primera clase. Yo estaba emocionado, y miraba al rededor pensando en hacer nuevos amigos, aunque resultó ser que todos parecían querer perder menos tiempo que yo. En ese justo instante la chica que se había sentado a mi lado izquierdo estornudó, pero de una forma que me resultó muy familiar. Me giré rápidamente y le sonreí. Tenía media cara tapada con la mano. En un principio pensé que era ella, cuando vi sus ojos, grandes y marrones, y su pelo castaño, y su sonrisa... pero no, no era ella. Pensé que simplemente anhelaba su presencia, pues no volví a verla desde que, hacía ya más de dos años y medio, se fue a San Francisco a vivir con su padre, dejando a su madre y a su padrastro aquí, por lo que nuestra relación se vio forzada a romper y cuyo contacto se perdió con el tiempo a causa de nuestro dolor. Aquella chica debía tener al menos tres años menos que yo y no, no era ella. Le dije que me había recordado a alguien estornudando. Ella rió y me dijo su nombre junto a un "encantada". Creo que fue la segunda vez que más nervioso he estado nunca junto a una chica. Ella sería la segunda chica con la que saldría en un futuro, aunque yo eso no lo sospeché ni por tan solo un instante en aquel momento, aunque no tardaría mucho en darme cuenta. Y antes de que el curso terminara ya estábamos juntos.

Ya casi habían pasado los cinco minutos de silenciosa espera, y volvía al parque. Nos encontrábamos sentados en un banco viejo y de madera, frente a un gran estanque de agua oscura, tal vez sucia, aunque no malolienta, lleno de patos, peces y alguna que otra tortuga que tomaba el sol. Era nuestro último año de carrera. Después de ello habría que trabajar, comprarse una casa, o viajar o... en definitiva, construir una nueva vida. Eso es algo que siempre me había asustado, el compromiso y poder volar, pero con ataduras. Yo estaba nervioso, y ella lo notó enseguida. Me preguntaba una y otra vez qué es lo que me sucedía, que estaba preocupada. Sentía la presión de su curiosidad directamente sobre mi, y no sabía qué hacer. Le daba vueltas, y vueltas. Desde luego, este fue el tercer momento en que más nervioso he estado nunca, y me daba rabia. Siempre había odiado no tener unos nervios de acero y temer tanto a las cosas que pudieran pasar. No obstante, me armé de valor finalmente y le hablé, le hablé claro, la amaba, que "tampoco había mucho más que decir", pensaba yo, y que con eso bastaba para querer estar junto a ella el resto de mis días. Me arrodillé en aquel momento, emulando la escena más romántica y típica que pueda existir, saqué el anillo del bolsillo de mi chaqueta y pronuncié las famosas y dichosas palabras: "¿Quieres casarte conmigo?". El corazón me latía fuertemente, a una velocidad desorbitada. Y ella no dudó ni un solo instante, cogió el anillo de entre mis dedos, se lo puso en uno de los suyos y dijo las otras famosas y dichosas palabras: "Sí, quiero".

Volvía ahora a aquel breve instante, a aquel paseo de entrada al infierno. Ella estaba ilusionada, me dijo que quería que conociera a alguien a quien quería mucho, que se acababa de casar y a quien quería pedir consejo sobre un millar de cosas para los preparativos de nuestra boda. Durante aquel breve instante en el que andamos desde el vehículo hasta la casa, por un caminito de piedras, a través de un jardín lleno de flores, un escalofrío recorrió toda mi espalda, como si aquello me resultase familiar, la decoración o algo en aquella casa, pero no lo pensé, iba escuchando las palabras de quien iba a ser mi mujer dentro de no mucho. Cuando llegamos a la puerta, ella presionó el botón del timbre, y tras pasar unos segundos abrió la puerta. El color de mi piel debió tornarse en uno más pálido, pues mi corazón se detuvo al instante cuando la vi, allí, a aquellos ojos grandes y marrones, y con esa sonrisa tan perfecta, y el pelo castaño y largo. Hacía mucho tiempo que no la veía, y esta vez habían sido demasiados años, durante los cuales creí haberla olvidado...

Y en aquel momento volvían ellos de la cocina, con el gran flan sobre una bandeja de plata redonda. Mi prometida se sentó de nuevo a mi lado, me dio un beso y me dijo al oído que me quería. Pero yo la miré a ella, directamente a sus ojos marrones y a sus labios, que no dibujaban ahora ninguna sonrisa. Me había enamorado únicamente de dos mujeres en esta vida, y la una era hermana de la otra, con distinto padre, distinto apellido, pero eran tan iguales... Debí haber caído en ello aquel día en la universidad cuando estornudó, debí haberlo sabido cuando vi esos ojos marrones y esa sonrisa que tan familiar me fue, y debí haberlo adivinado cuando, a diario, escuchaba su dulce voz, aquella que había olvidado pero que acababa de recordar justo hacía cinco minutos.

Y eso fue lo que comprendí, que siempre he estado enamorado de la misma persona, aquella que me saludó cuando entré en una clase llena de desconocidos, que fue mi amiga tras recibir un balonazo en la cara, de la que me enamoré cuando los chicos y las chicas adolescentes comenzaban a salir entre ellos, la que salvó mi vida y mi futuro de las garras de las drogas, la primera mujer con la que compartí mi primer beso, con la que yací por primera vez en una cama, y aquella chica que se fue a San Francisco, tan lejos de aquí, y me partió el corazón, y que nunca he querido a una persona tanto como la he querido a ella, que su hermana era una mentira, un falso amor basado en la apariencia y la personalidad. Eran tan idénticas... Ella hizo su vida, se casó con un inglés con el que pensaba tener hijos en un futuro cercano, y ese fue un tren que perdí hace mucho tiempo, y que volvió a pasar por mi estación. Ahora estoy aquí, de pie, delante de todos los invitados, sobre el altar, debatiéndome entre pensamientos y arrepentimientos, y esperando a que el cura pronuncie las palabras que nos unirán. Y pasados cinco minutos las pronuncia. Le quito el velo. Y allí la encuentro, con esa sonrisa perfecta, y esos ojos marrones, llenos de ilusión, que me miran sin perder el mínimo detalle de mi. "Te quiero", dice con su dulce voz. Yo miro hacia la gente, hacia su madre, y luego hacia su padre. Parece feliz. A su lado no hay nadie.

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